PIURA Y EL AGUA (II)

(Piura, 05 marzo 2020)

Luis Gulman Checa

Así como el agua, generalmente, es vivificadora, a veces se torna  destructora tal y como lo comprobé con apenas 10 años de  edad el fatídico año de 1953 cuando disfrutaba del real paraíso en la tierra que era la hacienda Sojo  con su fabulosa casa acompañado de un solo familiar: el tío Enrique Checa.

Por aquel entonces, hasta el mes el febrero, desde la terraza que daba al valle, el río Chira no se distinguía al estar muy alejado. Así, pegada al barranco estaba la huerta y a continuación extensas invernas donde pastaba el ganado.

Sin embargo, aquel fue un año de Niño y el río discurrió con grandes caudales, entre 5 y 6 mil m3/segundo, arrasando el valle  causando incalculables daños y destrozos. Una muestra de ello es que, en el mes de abril, ubicándose en la citada terraza y mirando el horizonte, el panorama había cambiado radicalmente: las invernas habían desaparecido y el río corría al lado de la huerta luego de haberle devorado una parte.

Recuerdo vívidamente un domingo de marzo - cuando el río tenía varios días crecido y los trabajadores bregaban arduamente, palana en mano, reforzando los endebles y primitivos muros de defensa - recorriendo la sección El Prado, aguas arriba de la casa hacienda en compañía de Catalino Chorres, quien era el jefe de sección y, ante nuestros ojos, el muro cedió y las aguas del Chira, incontenibles y destructoras, cual Atila líquido, inundaron y destruyeron los lozanos campos plantados de algodonero con bellotas y cargados de flores.

La remembranza termina cuando, horas más tarde, le informé al tío Enrique que El Prado había sido arrasado por el río. Recuerdo su gesto y mirada.

El tiempo transcurrió y, luego de haber ingresado a  la Escuela Nacional de Agricultura y egresado de la Universidad Agraria y, haberme desempeñado el formidable año agrícola de 1964 en la hacienda Santa Filomena, en el Bajo Piura, por situaciones del destino, a finales de año cambié de trabajo haciéndome cargo de una parte de la hacienda Yapatera que conducían como arrendatarios Gustavo Berendson y Jorge Santa María.

El año de 1965, que resultó fatídico y lapidario para Piura, hasta el día viernes 05 de marzo (exactamente 55 años atrás) venía extremadamente seco, por  lo que se había decidido que el día lunes 08 de marzo, cuando se volviera a disponer del agua del río Yapatera que usaban los arrendatarios sábado y domingo,  se iniciarían los pases dejando sin sembrar parte del área de cultivo.

Sin embargo, haciendo honor al aserto que dice “el hombre propone y Dios dispone”, ese viernes 05 de marzo de 1965 a las 15.00 horas, las compuertas del cielo se abrieron abruptamente sembrando la ruina en el departamento.

Quizá haciendo de General después de la guerra, podríamos formularnos la siguiente pregunta:

¿Cómo  no se levantó ni una sola voz alertando que sería imposible luchar contra la naturaleza siendo lo racional “echar llave” a chacras y haciendas esperando el próximo año?

Imaginemos que una institución como el Banco Agropecuario, amo y señor  de la gran mayoría de áreas plantadas de algodonero, hubiera adoptado la siguiente decisión: 

A partir de la fecha, quedan suspendidos los créditos agrícolas y solo se girarán pequeñas partidas para atender salarios para mantenimiento del personal.

Ello hubiera implicado el abandono y/o eliminación de los algodonales ahorrándose los millones de millones desperdiciados en pesticidas y fumigaciones que llevaron a la ruina a cientos de agricultores y, también, abría la puerta al renacimiento del bienestar el año de 1966. ¿Por qué?

Por cuanto, como todo año agrícola posterior a un Niño, fue maravilloso para la agricultura y, las modestas pérdidas ocasionadas por el Niño de 1965, hubieran sido revertidas con las ingentes utilidades obtenidas el formidable año agrícola de 1966.

¡No olvidemos el pasado al planificar el futuro!